Treinta fotografías en blanco y negro, tomadas a principios de los setenta por el entonces aficionado fotógrafo José Broide, reconstruyen aquella adolescencia, previa a la dictadura, donde los jóvenes disfrutaban de la amistad, las guitarreadas o los primeros noviazgos, y soñaban con un futuro luminoso en el que eran impensados los secuestros, las torturas y desapariciones que aplicó la última dictadura militar argentina y que tuvieron entre sus víctimas a algunos de quienes aparecen retratados en estas imágenes.
Con el significativo título «Los pliegues del pasado», la muestra lleva curaduría de Eduardo Gil y se expone en el marco de la IV Bienalsur en el Museo de Arte y Memoria de la Comisión Provincial por la Memoria, en la ciudad de La Plata, donde podrá recorrerse hasta el próximo 8 de octubre, de lunes a viernes de 10 a 18.
Las 30 fotos reunidas son un resumen perfecto de la adolescencia: esa mezcla de frescura, vitalidad y rebeldía. Allí están ellas con sus cabellos largos, peinados raya al medio, con blusas de puntillas. Y están ellos: también con cabellos largos o rulos, anteojos de marco oscuro, chombas o camisas floreadas y vaqueros rectos. Aparecen capturados por la cámara de Broide en reuniones en casas, en una plaza, de campamento o estudiando en las aulas del Colegio Carlos Pellegrini de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Les gusta leer, compran la revista Satiricón, aman la música y en especial las guitarreadas. Son todos amigos y compañeros y compañeras del mismo colegio. Algunos son pareja. Y todos tienen sueños, pero ninguno intuye que pocos años después una dictadura militar gobernará el país y tomará a los jóvenes como «peligrosos», grupos a los que hay que disciplinar y someter.
Varios de los y las jóvenes retratados por Broide están desaparecidos, otros debieron exiliarse, pero quien recorra las dos salas que exponen esas 30 imágenes no sabrá quién de ellos desapareció. «No sabíamos lo que se vendría después», explica a Télam el fotógrafo, y precisa que desde los 13 a los 19 andaba con su cámara a todos lados: «me gustaba sacar fotos. A mi abuelo y a mi madre también les gustaba sacar fotos y de hecho mi madre me llevó a conocer un laboratorio fotográfico estando en la escuela primaria».
Según él mismo reconoce andaba con la cámara a todos lados. «Empecé con una cámara Contaflex y luego una Nikon F», dice. Para sus compañeros, esa cámara era «La nena» y acompañaba al joven en todo momento.
«La cámara circulaba también entre el grupo, era parte del compartir. Hasta ese momento los adolescentes eran sólo retratados por un adulto, un familiar adulto, no es como ahora que tienen su celular y se sacan selfies. Yo andaba con la cámara a todos lados e incluso sacaba fotos dentro del colegio. Hay varias sacadas en el aula», recuerda.
En ellas se ve a los muchachos con su blazer y corbata prestando atención al docente; debatiendo en grupo y tomando apuntes concentrados. Broide hace una pausa y agrega: «uno de los profesores que está en una de las fotos está desaparecido».
«Éramos adolescentes como cualquiera de los de hoy: que se van de campamento, comparten con amigos o van al colegio. No había ninguna intención de registrar o documentar ese momento histórico, tomar esas fotos era parte de compartir esos momentos juntos», remarca.
Ese fue también el objetivo de Eduardo Gil, el curador de «Los pliegues del pasado»: mostrar esos hombres y mujeres en camino a la adultez, en esa etapa de cambios y de forjar una identidad. Y jugar con la ambigüedad de las identidades.
«El no incluir los nombres, no saber si esos rostros que nos miran desde las imágenes, ya no existen o son algunos de los presentes, evoca aquella época en la que todo era incierto y las identidades provisorias. La intención es universalizar el dolor y la sinrazón alentando al espectador a pensar su propia historia y su presente», detalla.
En esas fotos que, cincuenta años después de haber sido tomadas, Gil rescata para esta muestra, el curador ve encarnado el concepto de imagen que planteaba el pensador alemán Walter Benjamin.
«Benjamin habla de la imagen y su relación con el pasado como lo que ha sido y se une como un relámpago al ahora. La trama de esos pliegues fulgurantes de la historia se unen a la textura del presente y la resignifican -apunta-. Las fotografías de la muestra en un hoy tan complejo y un futuro tan incierto posibilitan acceder a tal percepción», acota.
Broide coincide con esa perspectiva y remarca que «son fotos anteriores al ´76, luego la historia toma otro sentido, otro cariz, y el ver hoy esas fotos resignifican todo. El momento que vemos hoy no es el que transcurrió al sacarlas, esas fotos tomaron otro sentido después del 76, después de saber que alguno de ellos había desaparecido, había sido chupado o se había exiliado».
El fotógrafo cuenta que en una oportunidad, para un 24 de marzo, llevó esas fotos al colegio secundario Normal 9 y «se dio ese reconocerse como pares de esos otros adolescentes retratados. Entendieron que somos todos pasibles de que pueda pasar algo así (como una desaparición)».
«Ese podría haber sido yo», recuerda que decían aquellos estudiantes al saber que algunos de los fotografiados estaban desaparecidos
Cuando ocurrió el golpe militar, Broide estaba de novio con una de las jóvenes fotografiadas, hoy su mujer. Decidieron irse del país en 1980 y regresar recién con el retorno de la democracia. «Estas fotos siempre estuvieron en casa. Siempre estuvieron presentes y siempre tuve ganas de hacer algo con ellas, de exponerlas, y se dio la oportunidad cuando hice un taller con Eduardo (Gil). Hay como 200 o 300 fotos, fue difícil elegirlas. Seleccioné 60 y luego quedaron estas 30», apunta.
Las fotos en blanco y negro, sin marco ni vidrio, impactan sobre las paredes blancas de las dos salas del Museo de Arte y Memoria. El visitante se detiene en cada una de ellas y es inevitable reconocer algún detalle que nos interpela, que nos lleva a ese pasado nuestro o de algún familiar. Y aparecen los comentarios: «Sí, así nos peinábamos», o «así eran los ´asaltos´ en aquella época» , «mi viejo y sus amigos también se iban de campamento al sur» o «en casa también había unas Satiricón».
Las miradas francas y directas de esos jóvenes, sus sonrisas amplias capturadas por la lenta, contagian al visitante hasta que un atril de vidrio interrumpe el paso. Allí se exhibe una carta manuscrita enviada a Broide por uno de sus compañeros, Diego, que está desaparecido.
En ella habla de «estallido de bombas» y «llanto de niños» y si bien el fotógrafo no recuerda cómo ni cuando le llegó exactamente, ya que la carta carece de fecha, remarca que «todo el texto es como que estaba viendo lo que iba a suceder después»
«Esa carta marcaba el fin de esa adolescencia, por eso decidí incluirla», apunta Broide, quien enseguida se sacude esa pesadumbre y destaca lo emocionante que fue que familiares de algunos de esos jóvenes desaparecidos recorrieran la muestra. El artista explica que para muchos de ellos «esa foto es la única que existe sobre ese familiar en esa época. Por eso se sacaban una foto con la foto y se veían los parecidos».
Broide remarca que «no hay nada en la muestra que no tenga que ver con los adolescentes de hoy. Y la muestra es la posibilidad de que otros adolescentes vean que los jóvenes de los 70 no eran ni héroes ni gente especial».
Eran adolescentes llenos de sueños, soñaban con un mundo de más risas y momentos felices…al menos así parecen creerlo dos jóvenes delgados, uno de remera y otro de musculosa rayada, que en una de las fotos, sopla cada uno sendos dientes de león, con los ojos cerrados, deseando fuerte ese futuro que sería suyo.