Esta original propuesta del sello Alquimia invita a espiar el mundo íntimo que se despliega en las cartas que intercambian escritores reconocidos como Gabriela Mistral, Alejandra Pizarnik, Frida Kahlo, Manuel Puig, Arthur Rimbaud y tantos más con sus respectivas madres, en diversos momentos de su vida, con diferentes climas y, en algunos casos, hasta con una copia de puño y letra de la carta original.
Buma, Sivvy, Teddie, Coco, Frieducha. ¿Habrá algo más personal e intimista que el apodo con que una mamá se refiere a su hijo? O incluso el que usa un hijo con su madre: difícilmente los lectores de Theodor Adorno, aún los más avezados, sepan que le decía «mi fiel y vieja hipopótoma maravilla» a su mamá. Aunque suene un poco gracioso, es así.
Estos y tantos más secretos, íntimos, breves y profundos que dibujan el mundo interno de los escritores y lo definen más allá de su escritura publicada y editada se revela en «No dejes de escribirme. Cartas a la madre». Una propuesta literaria que abre la correspondencia y en esta acción descubre un reino en donde cabe, esencialmente, la libertad: confesiones sin pudor, declaraciones de amor, reproches, reclamos económicos (¿quién no quedó alguna vez debiéndole algo de plata a su mamá?) y hasta ajustes de cuentas.
La lista de autores, además de los ya mencionados, se completa con Sylvia Plath, Rainer María Rilke, Marcel Proust, Vicente Huidobro, Jean Cocteau, Luis Oyarzún, Guy de Maupassant, Charles Baudelaire y la última carta, la que da la estocada final al corazón, de Elena Poniatowska.
Cada carta lleva, naturalmente, la impronta de su autor. Algo del registro literario públicamente conocido de cada escritor o escritora se filtra en estas cartas íntimas, tan potentes como personales. En la primera se devela el estilo poético entrañable de Gabriela Mistral, quien en 1923 le escribe a «la madre ausente».
«En esas canciones tú me nombrabas las cosas de la tierra: los cerros, los frutos, los pueblos, las bestiecitas del campo, como para domiciliar a tu hija en el mundo, como para enumerarle los seres de la familia, ¡tan extraña!, en la que la habían puesto a existir.»
En la misma línea poética aparece Jean Cocteau, que le escribe a Eugenie Lecomte. En 1906, después del suicidio de su padre y el traslado de sus dos hermanos mayores con sus abuelos, la relación entre el poeta y su madre se volvió de sobreprotección. Durante sus días en un internado escolar, Cocteau le escribía para contarle sobre su rendimiento.
«El condenado trabajo me impidió abrazarte ayer tanto como hubiera querido. Ahora el cielo se entristece, hay nubes parecidas sobre el mar, sobre el campo, sobre el acantilado, y esto basta para prepararme a tragar la negritud.» En cada carta el autor firma: «te abrazo muy fuerte, once mil veces, mamá querida. Jean».
Una de las autoras que aparece en esta compilación con una copia de la carta original, escrita a mano, es Sylvia Plath, que le escribe a su madre, Aurelia Schober, en dos etapas. Primero repasa el matrimonio feliz junto al poeta británico Ted Hughes, pero luego se sumerge en el ocaso de su pareja, el divorcio y la posterior depresión que la llevó, finalmente, al suicidio.
En 1962, seis meses antes de su muerte, Plath ya le dejaba entrever la desesperación a su madre: «Siento tener que estar tan preocupada en este momento cuando tus propias tribulaciones son tan agobiantes, pero tengo que lograr el control de mi vida, de lo poco que me ha quedado. Con amor, Sivvy.»
La impronta argentina llega a esta compilación exquisita con quien, sino: Alejandra Pizarnik. A diferencia de lo que encontramos generalmente en su obra editada, en estas cartas que cruza con su madre, Rejzla Bromiker, durante su estadía en París entre 1960 y 1964, se la lee de muy buen ánimo. Les agradece a sus padres por la plata enviada, planea una visita a Buenos Aires y les cuenta detalles de su amistad con la poeta Ivonne Bordelois.
«A mamá querida. 1000 pensamientos de felicidad y que siempre arda dentro de ella un buen fuego. Bumita».
Varios de las escritoras y escritores recuperados en esta compilación hacen referencia a la vida que llevan en el lugar desde donde escriben: por trabajo o por educación, pasan algunos o varios años fuera de su país de origen y esto motoriza el intercambio epistolar con sus madres, que esperan su regreso en tierra natal.
Este es el caso de Frida Kahlo, quien acompañó en varios viajes laborales a su marido, Diego Rivera, por distintas ciudades de Estados Unidos, especialmente San Francisco y Nueva York. En ese recorrido mantuvo intercambio constante con su madre, Matilde Calderón, y en algunas de esas cartas la artista se reía de la idiosincrasia y del tipo de vida que llevaban los estadounidenses. En todas ellas expresaba su deseo de volver a México muy pronto.
«Cuéntame cómo estás tú, mi linda, y cómo está mi papá. Yo de salud estoy muy bien por fortuna, cansada de esta vida entre viajes y viejos emperifollados y tan idiotas. Pero siquiera tengo a Diego contento, pinta y pinta. Y, hasta ahorita, parece que está bien y no se me ha enfermado de nada,» escribía Kahlo.
Las cartas quizás más polémicas, al menos para la lectura que se puede realizar hoy, son las que Vicente Huidobro le escribe a su madre, María Luisa Fernández. El poeta chileno, nacido en una familia de la oligarquía vinculada al latifundio, se instaló en París en 1916, donde se vinculó durante muchos años con artistas y escritores europeos como Apollinaire, André Breton y Louis Aragon.
En 1930 Huidobro le escribe a su madre sobre la posibilidad de regresar a Chile: «Lo único que me duele es la educación de mis hijos allá y no en Europa. Porque yo mismo no puedo tener ningún respeto y ninguna esperanza por gente educada en la Araucanía, así sean mis hijos. Forzosamente tendré que sentirlos inferiores, aunque no quiera, tendré que hablar con ellos como se habla con gente de otra raza (…)
Otra de las experiencias más interesantes que devela este libro son los viajes y periplos de Arthur Rimbaud, quien abandonó la poesía para aventurarse a un viaje por distintos continentes que terminó en una vida dedicada al comercio de marfil, oro y café en Harar, Etiopía. Desde allí, le cuenta las desventuras a su madre, Vitalie Rimbaud.
«La mala alimentación, la vivienda insalubre, la ropa demasiado ligera, los problemas de todas las clases, el aburrimiento, la lucha constante en medio de los negros tan canallas como tontos, todo esto influye profundamente en los ánimos y en la salud, en muy poco tiempo. Un año aquí equivale a cinco en cualquier otra parte. Aquí, como en todo Sudán, envejece uno rápidamente». Este es el tramo de una carta de 1890. En 1891 el poeta volvió a Francia, por fuertes dolores en una pierna, y murió ese mismo año en un hospital en Marsella.
Otro de los autores que aparece de puño y letra es Luis Oyarzún, quien además de filósofo y escritor, fue un asiduo viajero y recorrió América Latina, Estados Unidos, Europa, parte de Asia y parte de África. En 1949 visitó Buenos Aires para luego seguir hacia Río de Janeiro y Montevideo, y esto le contaba a su mamá, Hortensia Peña:
«Como usted sabe, el centro de esta ciudad es enorme y siempre está repleto de gente bullanguera y un poco antipática. En todo caso, había mucho que ver, tanto y en tal proporción, que uno se cansa como en la casa de un nuevo rico. Todo aparece espectacularmente en las vitrinas, desde bellas obras traídas de Europa -porcelanas, estatuillas chinas, cuadros- hasta paraguas, calzoncillos y jabones.» El autor completa su experiencia con una visita al Colón para ver «Los maestros cantores», una ópera de Wagner que nunca había podido ver en Santiago.
Lo que no falta en esta selección es la pasión, en varios casos rozando los límites de la lógica. No hay, en ningún intercambio epistolar de «No dejes de escribirme», pasajes lavados ni tibieza posible, develando la intensidad con la que se construye, para bien o para mal, el vínculo entre madres e hijos. En este sentido los escritos de Charles Baudelaire a su madre, Caroline Aupick, son de lo más impactante: «(…) estoy convencido de que uno de nosotros matará al otro y de que terminaremos por matarnos mutuamente. Después de mi muerte, tú no podrás seguir viviendo, eso está claro. Yo soy el único motivo que te hace vivir.»
Hacia el cierre del libro aparece la siempre aclamada escritora francesa Elena Poniatowska, quien hace muy poco tiempo, a sus 91 años, dijo en una entrevista que «escribir es alejar la muerte, un oficio que te da dignidad y una razón de vida».
Poniatowska le dice a su madre: «Nunca estuve segura del amor de nadie pero del suyo sí, el de mis padres. Ahora que ya no sé si mi pluma es una excusa o una soga al cuello, como quisiera escribir sin miedo. Todavía hoy, a los 84 años, extraño el perfume tu entrada y tus besos de las buenas noches y le pido al ángel de la guarda que te regrese». Y acaso no condensa, en esta idea, la esencia de todo el libro.