El poeta y traductor Jorge Fondebrider realizó una nueva traducción con notas y prólogo de «Bouvard et Pécuchet», la sátira incompleta de Gustave Flaubert concebida en 1863, en la cual el autor francés, uno de los más destacados novelistas universales, comenzó a trabajar obsesivamente a partir de 1872 con la idea de convertirla en su obra maestra, llegando a leer más de 1500 libros para su preparación, aunque recibió críticas tibias que pasaron por alto su mensaje y estructura.
El lanzamiento, de Eterna Cadencia, que cuenta con la nueva traducción de Fondebrider, es una edición de lujo y, al mismo tiempo, la más completa en castellano de una pieza única que ahora puede ser revisitada.
«Bouvard y Pécuchet» es una obra póstuma e inconclusa, publicada por la sobrina de Flaubert en 1881 y su importancia radica en que se trata de una novela que reemplaza la trama y la acción por una vastísima biblioteca sobre la que se van a apoyar los protagonistas para recorrer todos los saberes humanos y descubrir lo relativos que son, demostrando en ese tránsito que uno de los aspectos más salientes de nuestra especie es la estupidez. Fondebrider -su traductor, prologuista y a cargo de las numerosas e iluminadoras notas del libro- señala que el tema ya está presente en «Madame Bovary», pero también en todos los otros libros. Pero en éste, vemos con absoluta nitidez lo dramático que fue para Flaubert y las razones por las que se constituyó en uno de los mayores misántropos de la historia. «La suya es una idea subversiva que, con el marco de una obra experimental, disfraza de perspectiva cómica», señala a Télam el investigador y poeta.
Fondebrider (Buenos Aires, 1956) es un polifacético escritor argentino, destacado por su labor como poeta, ensayista y traductor. Su obra poética ha sido recopilada en «La extraña trayectoria de la luz: Poemas reunidos 1983-2013». Además, ha publicado numerosos libros, como «La Buenos Aires ajena: Testimonios de extranjeros de 1536 a hoy», «Versiones de la Patagonia», «La París de los argentinos», «Música y poesía», «Historia de los hombres lobo», «Dublín» y «Seis de Borges», entre otros. Tradujo al español obras de destacados autores franceses e irlandeses contemporáneos, así como de escritores como Gustave Flaubert, Georges Perec, Bernard-Marie Koltès, Paul Virilio, Claire Keegan, Patricia Highsmith, Richard Gwyn, Lori Saint-Martin, Owen Martell, Joseph Conrad y Jack London.
Fondebrider explica que nadie, salvo Guy de Maupassant -protegido de Flaubert y también su asistente- entendió de qué trataba la novela. Cuando se publicó, la crítica, incluso la más benigna, la demolió. Pero, de a poco, y a medida que se fueron sumando los estudios sobre la obra y que se fueron rescatando los papeles de Flaubert, el libro fue constituyéndose en referencia. Ezra Pound, por ejemplo, señaló que sin «Bouvard y Pécuchet» no habría existido el «Ulises», de Joyce. Más adelante, Raymond Queneau, muy atento al desarrollo de las formas en la literatura, destacó algunas de sus virtudes.
Jorge Luis Borges escribió en la década del 50 uno de los artículos más extraordinarios sobre la novela, citado hasta la saciedad e incluso espuriamente presentado como prólogo. Y en sucesivas entrevistas, él, que detestaba el género, dijo haber leído la novela once veces, lo que dejaría una huella muy profunda en las principales ficciones del autor de «Funes el memorioso».
Más adelante todavía, señala Fonderbrider, resulta imposible imaginarse a los autores del «nouveau roman» y a un autor como Georges Perec, fanático confeso de esta novela, sin «Bouvard y Pécuchet». Hay, incluso, quien sostiene que los personajes de «Esperando a Godot», de Samuel Becket están inspirados en los personajes de Flaubert. Y ya fuera del mundo de la literatura, hay quien identifica a Bouvard y a Pécuchet con Laurel y Hardy o con Abbot y Costello. En síntesis, se trata de una novela que muy lentamente fue construyendo un público, al que obligó a ser muy calificado, que luego la terminó consagrando.
Télam: ¿Cuáles son los grandes aportes de Flaubert a la literatura?
Jorge Fondebrider: Creo que hay distintas maneras de contestar por qué nos importa tal o cual escritor. Hay quien lee novelas y cuentos prestándoles exclusiva atención a los temas. Así, uno podría decir, para quedarnos en el siglo XIX, que Honoré de Balzac es importante por reconstruir minuciosamente la sociedad francesa de su tiempo, o que Fiódor Dostoievski o Joseph Conrad cuentan porque nos enfrentan permanentemente a dilemas morales, o que Émile Zola nos importa porque sumó un elemento de naturaleza sociológica y política a la narración. Flaubert, en cambio, se limitó a revolucionar la forma y a instalar toda una serie de elementos que iban a transformar para siempre la manera de narrar. Con él surgió la novela contemporánea. En «Madame Bovary» (1856), por ejemplo, multiplicó los puntos de vista y, de manera casi imperceptible, nos hizo olvidar al narrador omnisciente para adoptar la perspectiva de cada personaje. También – y esto va a estar presente en todos sus libros – recurrió al discurso indirecto, lo que, con el tiempo, dio paso al fluir de la conciencia, algo que su compatriota Edouard Dujardin, en 1888, extremó en «Han cortado los laureles», primera novela que utilizó el monólogo interior como recurso narrativo, abriendo un camino que, cronológicamente, también van a recorrer Henry James, Gertrude Stein, James Joyce y Virginia Woolf, antes de que se hiciera carne en William Faulkner. Por eso, considerar que Flaubert es importante por sus temas, le ha impedido a muchos lectores reconocer el gigantesco aporte que hizo al desarrollo de la narrativa.
¿Se puede asegurar que, con cada libro, Flaubert agregó algo a la literatura?
Exactamente. «Salambó» (1862) es una novela histórica ambientada en la Antigüedad que hace gala de un realismo extremo. «La educación sentimental» (1869) es un exhaustivo estudio psicológico con fondo de una de las tantas revoluciones que tuvieron lugar en Francia en el siglo XIX. «La Tentación de San Antonio» (1874) es un examen exhaustivo de la filosofía y la religión de la Antigüedad y, como dijo Michel Foucault, uno de los primeros libros escritos no en base a la acción, sino a una biblioteca sobre la cual se apoya. Los «Tres cuentos» (1877) -uno de los libros de Flaubert que yo más aprecio- son tres ejercicios de estilo basados en una narración sentimental, una leyenda medieval y una lectura de la Biblia y de la historia judía. «Bouvard y Pécuchet» retoma y amplifica el sistema de «La Tentación de San Antonio».
¿Por qué dice que se trata de una obra experimental?
Porque Flaubert proyectó una novela en diez capítulos, amplificada en un segundo volumen que consiste en un diccionario de ideas aceptadas (vale decir, no cuestionadas) y miles de recortes, que son apostillas a esos primeros diez capítulos. Nadie había hecho algo así antes que él.
¿En qué consisten esas apostillas?
Son citas de los libros mencionados en el primer volumen (compuesto por nueve capítulos terminados y uno inconcluso, construido a partir de hipótesis de trabajo), cuyo objeto es demostrar, esta vez palmariamente, la relatividad de todo conocimiento, la dificultad de comunicar el saber humano, el fanatismo religioso, ideológico y político, las distintas formas de la estupidez. Pero cosa no es tan fácil, porque Flaubert murió antes de terminar su libro, que se publicó inconcluso y que, a lo largo de más de un siglo, ha sufrido todo tipo de modificaciones a medida que la crítica trabajó sobre los distintos planes y manuscritos. La última edición, que es la que publicó el año pasado La Pléiade, con un trabajo extraordinario de Anne Herschberg-Pierrot y Jacques Néefs, dos de los mayores flaubertianos de la actualidad, duplica el número de páginas de las ediciones anteriores.
¿Cuánto del espíritu de Bouvard y Pécuchet tiene su labor como traductor de esta novela?
Mucho. En primer lugar, no la habría podido traducir sin haber traducido previamente «Madame Bovary» y «Tres cuentos», obras de uno de los mayores estilistas de todos los tiempos. Pero hay más, porque Flaubert, para escribir esta novela, leyó más de mil quinientos libros sobre todo tipo de cosas: agricultura, ganadería, geología, arqueología, historia, filosofía, literatura, política, magia, mnemotecnia, medicina, botánica, etc. De modo que, para traducirlo, tuve que aprender muchas cosas que ignoraba. Jamás me imaginé que un día iba a estar leyendo sobre el cultivo de las distintas especies de melones, o sobre las modas gimnásticas del Segundo Imperio, o sobre los oradores religiosos franceses, etc. Para entender lo que traducía tenía que investigar, lo que me llevó a transitar un recorrido similar al que recorrió Flaubert, considerando además las particularidades de la historia francesa, los usos y costumbres de una época y el desplazamiento del sentido de las palabras que, a veces dejan de significar lo que significaron un siglo atrás para pasar a significar otra cosa.
¿Qué se puede decir de quiénes sostienen que no son necesarias las notas en una traducción?
Para los detractores de esta manera de traducir, debo señalarles que sin las notas la novela es ilegible, incluso para un lector francés culto. Todo libro que ocurre en un pasado que empieza a ser relativamente remoto necesita explicaciones. Doy un ejemplo: en «Madame Bovary», Charles visita a Emma en la granja del padre de ésta. Ella entonces le sirve una copita de curacao, licor que acababa de ser introducido en Francia en el momento en que transcurre la novela. Por lo tanto, por ser importado y por su novedad, era caro. El hecho de que un granjero normando pueda permitirse agasajar a un invitado con ese licor implica que no es pobre, que tiene dinero y un cierto roce. Nada de esto se explicita porque, en la época, se podía deducir. Pero ahora, no. Contar con ese dato, que justifica una nota, agrega algo a lectura contemporánea, que estaba implícito en el libro y que de no observarlo, se perdería. Ahora imagine eso multiplicado por veinte veces por página. Es lo que pasa en «Bouvard y Pécuchet», sólo que las referencias suelen ser mucho más complejas y oscuras. Digo siempre lo mismo: quien no desee leer las notas, puede saltearlas, pero se pierde algo que a veces es decisivo.
¿Cómo debe encarar la lectura de esta edición un lector que quiere disfrutar de la historia?
Flaubert avanzaba muy lentamente. Lo que tenemos de «Bouvard y Pécuchet» le tomó diez años de escritura. No digo que uno deba leer este libro de una sentada, pero sí que remite a un tiempo mucho más largo que el que propone la mayoría de las ficciones que estamos acostumbrados a leer hoy. Para disfrutarlo hay que volver una época previa a Twitter, Facebook o Instagram e imaginar una dignidad que las palabras parecen haber perdido por la progresiva estupidez de nuestra especie de la que Flaubert se burló amargamente en esta novela.