Literatura nutricia: 13 cuentos de Lina Meruane sobre el hambre y las ganas de comer

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Lina Meruane autora de Avidez Foto Gentileza de Lorena Palavecino
Lina Meruane, autora de «Avidez». Foto: Gentileza de Lorena Palavecino

El libro «Avidez» reúne 13 cuentos escritos por la chilena Lina Meruane, muchos de ellos por encargo, entre 1994 y 2023, donde lo que subsiste es la voracidad, desde el hambre material y el apetito carnal a pulsiones bastante obsesivas, ansiedades que están todas contenidas en la palabra avidez.

La publicación de Páginas de Espuma no tiene un orden cronológico, la autora dispuso los cuentos, y a muchos de ellos los reeditó, buscando una coherencia interna. Meruane hilvana con un hilo invisible su ir y venir por una serie de temas para ella obsesivos, articulados a lo largo del tiempo. Así, los relatos avanzan, se continúan, según las edades de sus protagonistas, desde la infancia a la adultez.

Este libro discute con miradas hegemónicas y, por defecto, patriarcales. Fisura sus discursos y evidencia las tramas y los traumas. Habla de la maternidad, por ejemplo, sin la mediación estética y política que construye a una figura de extrema-entrega o de ultra-ternura, pero lo hace aferrada al arquetipo: la que contiene, la que nutre.

Las madres de Meruane actúan como animales de una especie en particular, la humana, y a la vez como constructos sociales. Ahí está la hendija. Se reflejan o proyectan en hembras de otras especies, en hámsters que se comen a su crías, en tortugas que no sobreviven para salvar sus huevos, van a la morgue con un tupper con la comida preferida de su hija a reconocer el cuerpo.

Las infancias de este libro no están infantilizadas, como el «Claus y Lucas», de Agota Kristof, los niños de Meruane están atravesados por sus propias voluntades, pulsiones, deseos y necesidad de sobrevivencia. «No operan como adultos, pero tampoco son una especie de página en blanco», explicará la escritora en su entrevista con Télam.

Y esas supervivencias tienen algo de biologicista, dialogan con la cadena alimentaria. En el recorrido que propone Meruane hay elementos que reaparecen pero lo que le importa a la autora «son los desplazamientos». Sea la periodista presa por matar a su amante que, en «Sangre de narices», se preocupa menos por eso que por quién le dará de comer al hámster que quedó solo en su casa.

El que se había comido «a todos sus ‘hamsteritos'» y a su propio macho, «un nutriente descolocado de la figura más servicial y amatoria» de la maternidad y la mujer, indica Meruane.

Sea la trabajadora sexual que en «Lo profundo» se niega a la exigencia médica de suturar un agujero en la carne que, ya cicatrizado, «es un agujero que le da de comer, que marca su diferencia y por lo tanto se vuelve un objeto preciado», un cuerpo de mujer que se vuelve mercancía pero «una mercancía que ellas controlan», subraya la escritora.

Un largo camino

Nacida en Santiago de Chile en 1970, Meruane es una autora transfronteriza. Vivió en Berlín, residió en España y este año -cuando su trayectoria fue reconocida con el Premio José Donoso y el Bleu Metrópolis-, redujo su compromiso docente con la Universidad de Nueva York: «eso significa que puedo pasar más tiempo en Chile o adonde me lleve la literatura y todo lo asociado a ella», asegura.

Feminista, periodista y autora de cuentos, novelas y obras teatrales, en 30 años de trabajo lleva publicados muchos títulos. Sin embargo, el único otro libro de cuentos que tiene es «Las infantas» (2010), donde, como en «Avidez», genera extrañeza a partir de desplazamientos. Si ahí toma a las niñas de los cuentos clásicos y las lleva a la ciudad a ejercer violencia, acá son esas madres y padres, esas hijas, hijos y hermanos a los que desencaja de los roles sociales asignados para generar extrañamiento.

La pregunta por la sobrevivencia aparece aquí en la forma del hambre y del comer, de satisfacer esas pulsiones vitales

Una operación que no escapa a su compromiso de intervenir en la esfera pública, lo cual le ha generado sus contratiempos, pero con la que logra correr el foco del punto ciego: de esa manera Meruane, ganadora de becas y más premios, como la Guggenheim, el Anna Seghers y el Sor Juana Inés de la Cruz, evidencia construcciones cristalizadas y así comienza a discutirlas.

Publicó libros como «Volverse palestina» (2012), donde escribió sobre las raíces radicantes que buscó en la tierra de sus abuelos, un texto que ahora es la primera de las tres partes de «Palestina en pedazos» (2023). La segunda, «Volvernos otros», reflexiona sobre cómo el colonialismo ocupa el territorio físico y el lenguaje. La tercera, «Rostros en mi rostro», sobre cómo el nomadismo y la condición palestina son universales.

De crianza perfectamente bilingüe -tenía tres años cuando comenzó la dictadura pinochetista y perteneció a una élite que envió a sus hijos a un colegio inglés donde convivían la hija de un militante clandestino y un nieto del dictador- tiene ensayos como el «Señales de nosotros», publicado este año en coincidencia con los 50 años del Golpe en Chile y en el marco de un crecimiento de la ultraderecha en su país.

Ahí pregunta: «¿Será cierto que éramos completamente incapaces de leer esas señales, que no preguntábamos ni entendíamos nada, que aceptábamos todo, que éramos inocentes? (..) ¿No será que escudarnos en la infancia nos hace cómplices?».

Otras obras suyas son «Sistema nervioso», dramaturgias como «Un lugar donde caerse muerta / Not a leg to stand on» (2012), adaptación de su novela «Fruta podrida» (2007) y «Esa cosa animal» (2021); y no ficciones como «Viajes virales: la crisis del contagio global en la escritura del sida» (2012) o «Contra los hijos, ensayo-diatriba» (2014)

Los cuentos de «Avidez» salen de noticias breves, historias chiquitas que Meruane convierte en un relato: un amigo psiquiatra le cuenta que una mujer no quiere que le suturen una herida y surge «Lo profundo» ,»¡Ay!» surge de una nota muy breve de la crónica roja chilena de hace 30 años, «Hambre de perra» es un caso muy famoso que ocurrió en Nueva York en los 70 y que «de pronto apareció» en su memoria.

La autora chilena compendi 13 cuentos Foto Gentileza de Lorena Palavecino
La autora chilena compendió 13 cuentos. Foto: Gentileza de Lorena Palavecino

– Podría decirse que todos los relatos están atravesados por la pulsión de supervivencia o la resistencia a la extinción.
– La pregunta de la supervivencia me ha interesado a lo largo de mi escritura y desde mi lugar como pensadora. También me ha interesado la cuestión de la enfermedad, la marginación, la migración y la desposesión en el caso de las comunidades ocupadas palestinas. Hay algo de cómo se sobrevive a estas experiencias tan rudas, que van desde tener un cuerpo a estar inmerso en situaciones de mucha violencia: sexual, militar o psicológica. La pregunta por la sobrevivencia aparece aquí en la forma del hambre y del comer, de satisfacer esas pulsiones vitales. La propia maternidad, si uno lo piensa, está conectada con la sobrevivencia de la especie. Hay discursos sobre tener hijos e hijos para sobrevivir, cuando, yo creo, que más bien es lo contrario, habría que tener un poquito menos de hijos porque el impacto ambiental es brutal.

– Una maternidad dislocada del relato canónico es tema de muchos de estos cuentos.
– Es un tema que ya tengo explorado en el ensayo «Contra los hijos», una especie de diatriba en la que repienso la estructuración de la relación materno filial y el lugar del ‘hije’ en la familia contemporánea a través de la historia, en cómo el ‘hije’ pasa de formar parte de una estructura familiar de sobrevivencia a ser cliente de los padres, en algunos casos tiránico en este momento del capitalismo. Además siempre he tenido el foco en la cuestión de la madre trabajadora, en cuáles son sus dificultades existenciales, y todo eso se va colando en este libro, escrito a lo largo de 30 años pero muy representativo de los temas que me interesan: las niñas en su transformación a adultas, que es el hito de la disciplina, cómo le cambia la vida a una mujer y qué transgresiones se pueden hacer en ese espacio. Por otro lado está el desarrollo de la sexualidad y el deseo sexual en algunos cuentos. Y ese lugar, que es el lugar de la madre desasido de una norma patriarcal demasiado fuerte, habla a la vez de cómo esa norma sigue ahí. En «Tan preciosa tu piel», por ejemplo, los niños, a falta de padre y en nostalgia de padre, repiten esa cuestión carnívora que se ejerce como ultimátum contra la figura de la madre.

– Varios personajes se reconocen como minorías pero actúan con prejuicios propios del discurso hegemónico.
– Lo que pasa es que estamos todos atravesados por las normas del patriarcado. El poder tiene muchas maneras de moverse, no es que el presidente o el dictador da una orden y cae directamente sobre el ciudadano, están las instituciones y uno va percolando de manera muy reticular por ellas. No es raro encontrar en una pareja de mujeres, una pareja de hombres, que de pronto repite todas las normativas sociales del patriarcado: la familia, la educación de los hijos, la imagen de éxito y la producción económica. Hay un patrón del cual es difícil escapar y no me parece raro que aparezcan una y otra vez, por ejemplo, mujeres que para sobrevivir encarnan el mandato patriarcal y se lo imponen a otras mujeres. De esa manera una mujer puede ser patriarcal en ciertos ámbitos de su vida y luego muy feminista en otros, o sea, parece una contradicción de términos pero no necesariamente lo es.

– Los cuentos de «Avidez» discuten con esas cuestiones instituidas, en ellos no hay escape pero sí, siempre, una señal de salida. Esa operación se mantiene de principio a fin del libro: cada cuento evidencia la lógica de un sistema para marcar en él la fractura.
– Porque eso es algo en lo que creo profundamente, sobre todo en estos momentos de tanta angustia política, donde en Chile parecía que a la Constitución la iba a escribir el progresismo y de pronto empieza a escribirla la ultraderecha y ya no solamente se parece a la del 80 de la dictadura sino que la lleva al extremo más radical, y la gente joven que peleó por ese cambio quedó completamente desarmada. Estos desastres no son permanentes, puede haber maneras, en todo proceso político no hay homogeneidad, puede haber fractura y hay que buscar esa fractura, incluso hay que buscar producirla. Lo mismo que su literatura.

Las tretas del débil: vieja infancia

En los niños que protagonizan la primera parte del libro «Avidez», reciente publicación de Lina Meruane, la inocencia aparece como producto de la falta de experiencia, pero sus acciones pueden estar teñidas de malicia o de perfidia, adjetivos que no cuajan con el discurso social sobre la infancia: sobre esto y sobre una presunta sinonimia, simbólica, entre los términos «infancia», «incapacidad» y «víctima» habla la autora.

«He pensado siempre en el lugar de la infancia como un lugar complejo, atravesado por pulsiones, deseos, necesidades y también sobrevivencia», le dice a Télam la autora. «Qué tal si uno se deja pensar a ese protagonista infantil del relato como alguien que mira activamente y cuya mirada significa hacerse responsable de estar ahí y reflexionar sobre estar ahí, incluso después, para hacerse cargo de aquello que sucedió», propone.

– ¿Qué pasa con nuestras infancias, entonces?

– Hay un impulso de nuestras sociedades por infantilizar a los niños, hacerlos completamente dependientes y eso simplifica la subjetividad infantil. He pensado siempre en este lugar de la infancia como un lugar complejo, atravesado por pulsiones, deseos, necesidades y también sobrevivencia. Un libro que me entusiasma especialmente e incluso me influencia es «El gran cuaderno», de Agota Kristof, una saga que empieza con la infancia de estos gemelos, Claus y Lucas, cuya madre en plena Segunda Guerra Mundial los deja con la abuela, una especie de bruja de los cuentos infantiles, pero que son niños sobrevivientes, que se educan y se enseñan mutuamente a leer, a contar y luego a no sentir, se van endureciendo durante la guerra para sobrevivir. Son niños muy pequeños que actúan como adultos en el sentido de que son capaces, Agota Kristof no los incapacita, no son infantilizados, me parece que ahí hay casi una sinonimia. Son niños con capacidad, con subjetividad, con mundo interior, con deseo, con todo eso, que a lo mejor no es la manera en que operarían como adultos, pero que tampoco son una especie de página en blanco, un cuaderno vacío.

– Son niños que parecen emancipados o por emanciparse, como si eligieran desde sus humanidades de niños dentro de un canon de civilidad que los Estados sólo le conceden a los adultos.

– Todo este discurso infantilizador es un constructo social. Los niños y las niñas somos capaces, no estamos inhabilitados para la acción y tampoco estamos inhabilitados para hacernos responsables de una serie de cosas. Hay otro libro que yo acabo de escribir, un librito chiquito, que se llama «Señales de nosotros», y es sobre vivir la infancia en dictadura, un poco como volver a pensar esta idea de si sabíamos o no sabíamos, si éramos o no responsables en la medida del espacio que manejábamos, si éramos o no responsables por aquello que hacíamos o no, qué preguntábamos o no, por como violentábamos o negábamos a los otros. Todo eso que ha sido negado de la infancia, que los niños no tienen ninguna responsabilidad me parece tremendamente falso y peligroso. Muchas narrativas se piensan como la mirada inocente del niño sobre lo que sucede a su alrededor. Pero qué tal si uno se deja pensar a ese protagonista infantil del relato como alguien que mira activamente y cuya mirada significa hacerse responsable de estar ahí y reflexionar sobre estar ahí, incluso después, para hacerse cargo de aquello que sucedió. O sea, no es que se acaba la infancia y pasamos a otro lado, es un continuo.

– Los niños, además, están a la intemperie, no cuentan con adultos que se responsabilicen por ellos.

– Igual que con «Sangre en el ojo», donde la protagonista se queda ciega, lo que más me interesaba mientras escribía estos cuentos es dónde estaba la fortaleza de cada personaje, un poco la idea que aparece en un texto tan importante como «Las tretas del débil», de Josefina Ludmer, que va examinando las figuras femeninas en la literatura -el lugar del desamparo, de la vulnerabilidad, de la persona violentada- y va encontrando las maneras en que los personajes se las arreglan.

Cuando pienso en mis personajes nunca pienso tanto en su vulnerabilidad, sino en cómo se las arreglan, cuáles son sus tretas, cómo salen de ese lugar de vulnerabilidad, por ponerlo de otra manera. Esas tretas me parecen una cuestión que le da un poco la vuelta a la figura de la víctima, que es una figura de la que se habla mucho, hace mucho tiempo, y que le resta a la víctima su lugar de sobreviviente, su lugar de mayor capacidad, de mayor voluntad, sin negar que hay en él o la sobreviviente un lugar de dolor, un lugar de trauma, pero también la capacidad y la posibilidad de salirse de ahí y de no quedar clavado al destino de la víctima eterna. Porque, además, «fue víctima de» está puesto en pasado, pero «la víctima» es una especie de presencia permanente. Hay una identidad víctima y esa identidad víctima trae aparejado al problema de que no hay un verbo en pasado, por eso se repiensa esa figura, también, como la de «sobreviviente de», porque es como que hay un post momento de vulnerabilidad, un hallazgo de una cierta fuerza de vida que acompaña el post de ese trauma o de ese dolor.

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